Cultivar la democracia
El Colegio
de Sonora se ha lucido con los eventos que este año ha ofrecido a la comunidad,
como la ponencia de José Woldenberg para celebrar el treinta aniversario de la
institución en el mes de enero y apenas el viernes pasado
escuchábamos a Lorenzo Meyer en la reunión que la casa de estudios preparó para
apapachar a sus egresados. Woldenberg y
Meyer, notables investigadores y actores de la escena pública mexicana,
eligieron un tema muy similar –los problemas que enfrenta la democracia en
México-, no tanto por casualidad y menos por recomendación de El Colegio, como
por ser el más urgente problema de nuestro país –y, hablando de México, eso ya es
decir mucho.
Woldenberg,
muy serio y sistemático en su conferencia “Los déficits de la transición
democrática en México”, nos presentó cifras de un montón de encuestas y
conclusiones surgidas de varios análisis. Particularmente recuerdo un par:
según encuestas de Latinobarómetro, los
mexicanos andamos mal con respecto al resto de los países de la región en
cuanto a educación en la democracia –muchos no sabemos qué es esa mentada
palabrita, y lejos de probar nuestra falta de labia, ni siquiera le podemos
encontrar referentes o ejemplos que nos ahorren la definición-. Pero eso no
es todo: de los mexicanos que sí entendemos qué es democracia, otros tantos no
están tan convencidos que sea el mejor régimen político, o peor, la desafían
abiertamente, añorando en cambio regímenes autoritarios como la dictadura o la monarquía;
lo anterior, de nuevo, ubicando a nuestro país dentro de los peor evaluados en cuanto
a apreciación de la democracia como régimen político. Woldenberg señalaba que
no puede ser otro el resultado en un país que vive en la ignorancia que
engendra la pobreza; para él, la democracia tiene en la pobreza a su más
elemental enemigo.
El panorama
no se volvió menos sombrío escuchando los “Retos de la democracia en México” de
Lorenzo Meyer, sobre todo después de la sabida e ignorada turbiedad en las pasadas
elecciones presidenciales. Pero Meyer hizo gala de simpatía, matizando aquí y allá con algún chiste, mostrándose tan laxo como aquel “entafilado” que
maniobra con gracia una realidad patética -¡qué envidia!-. Sin que lo anterior
comprometiera el rigor de su presentación,
Meyer también consideró importante hablar de la imposibilidad de los
mexicanos de “asir la democracia” aunque, siempre más optimista, él explica lo
anterior en términos de nuestra escasa capacidad de abstracción, equiparando
“democracia” a términos como “verdad” o “realidad”, con los que se hacen falta algunos
cursos de filosofía antes de aventurar una definición. Interesante también fue conocer que las tres
instituciones que le merecen alguna confianza al mexicano son las universidades,
la Iglesia y la milicia (aun antes que la Comisión de Derechos Humanos y, por
supuesto, muchísimo antes que senadores, diputados y demás figuras de la
elección popular, todos ellos en último lugar en la evaluación). Como Meyer
reflexiona, las tres instituciones en las que más o menos confía el mexicano,
son las únicas abiertamente autoritarias que se incluían en las opciones del
estudio (a caso más veladamente en el caso de las universidades, donde la
autoridad de quien más sabe muchas veces se enviste de formas democráticas). Lo
anterior se comprende más cuando conoce, como Meyer señala, que estas tres instituciones
fueron establecidas durante la Colonia: son las sobrevivientes de un episodio reconocidamente autoritario de
nuestra historia, las abuelas y bisabuelas de las otras instituciones que
nacieron en periodos con aires de libertad e igualdad. Hay que enfatizar que,
en el otro polo, las instituciones y personas merecedoras de la más abierta
desconfianza del mexicano, son precisamente producto de la era democrática:
diputados, senadores y demás representantes públicos producto de la elección popular, el corazón mismo de
cualquier régimen democrático. Y uno dirá: ¿de qué le sirve al mexicano saber
qué es democracia, cuando la realidad le pone tan pocas oportunidades para su
realce y contraste, que termina por serle una palabra tan ociosa como
“ornitorrinco”?
Coincido
con Woldenberg cuando señala a la pobreza e ignorancia como los principales
enemigos de la democracia. Es sólo conociendo la utopía –y, tristemente, en eso
se ha convertido para nosotros la democracia- que uno puede aspirarla. Y voy
más allá: la ignorancia no es sólo nociva a la democracia por cuanto quien la
padece “pasa de ella” sin saber lo que pierde; esto es, la ignorancia no es de
una peligrosidad pasiva. Sostengo, en cambio, que la ignorancia es activamente
peligrosa a la democracia, por cuanto los pueblos ignorantes son terreno fértil
de un autoritarismo que, ante la presión que traen las situaciones adversas
–crisis-, pasa de ser latente a revelar su peor cara. El sociólogo alemán Theodor Adorno, después de
presenciar la ignominia de la Segunda Guerra Mundial, emprendió junto a otros
científicos sociales un colosal estudio a base de cuestionarios y encuestas en
busca del perfil de persona capaz de apoyar las atroces acciones del gobierno
nazi. Basados en sus hallazgos, el perfil que Adorno y sus
colegas encontraron fue el de La
personalidad autoritaria, libro publicado en 1950. Una de las características
de quien presenta este tipo de personalidad, es la incapacidad de manejar la incertidumbre
y las bivalencias, prefiriendo ajustarse a fórmulas bien establecidas que "cotejen" la realidad, pintándolasela de blanco y negro, "buenos" y "malos". Casi por
el mismo tiempo Erich Fromm desarrolla, en un plano más teórico y menos
científico, un libro con idéntica intención al de Adorno, llegando también a
muy similares conclusiones: El miedo a la
libertad. En él, Fromm expone que, ante situaciones que destacan su
vulnerabilidad, las personas que no han cultivado el amor a la vida y a la
incertidumbre que entraña, actúan bajo dos perfiles psicológicos: el sadismo y
el masoquismo. El sádico sólo distrae su miedo viendo cuán débiles son aquellos
sobre los que ejerce su poder. El masoquista, lo contrario, sólo siente fuerzas
para enfrentar la vida bajo la guía de otro que quiera llevarlo. Con esta viciosa
complementariedad Fromm justificaba el horror del nazismo padecido por su país.
Siendo hoy mucho más que una hipótesis vaga, sabemos que el autoritarismo del
régimen de Hitler resultó un atractivo irresistible para una Alemania con la economía
y los ánimos deprimidos.
Las
sociedades modernas -particularmente en nuestro sistema capitalista, con sus asimilados
ciclos de crisis- tienen siempre puesto el combustible para convertir cualquier
revés en un catastrófico fuego. Esos periodos en los que, sumados a los
posibles sinsabores personales, algún mal estructural termina por volver “la
situación” en algo dramático. Tal vez parezca excesivo que, buscando ilustrar lo mal que se llevan la ignorancia, los periodos de crisis y la democracia, haga referencia al terror de la Alemania nazi, sobre todo si tenemos
en cuenta la personalidad llevadera, jovial y “entafilada” (“resiliente”,
dirían los psicólogos) del mexicano, con la que hace falta mucho más que una
crisis para que ésta revele un rostro tan espeluznante; pero no abusemos de
esta cualidad nuestra. De seguir entumidos ante una sociedad con tan serios
problemas de desigualdad, pobreza e ignorancia, de seguir retozando cómodamente
ante la corrupción, tan expandida y entreverada que cada vez se hace más difícil no formar parte, de seguir
dando por sentado que “aquí nos tocó vivir”, entonces, tal vez lamentemos no
haber dado más importancia a estos asuntos y la cualidad en la que redunda
atenderlos: ser sensibles a la democracia –y a la falta de ella.